No recuerdo el nombre de la herida,
Ni es menester saber mucho pues
todas son externas.
Son las armas, instrumentos que rompen,
punzan, perforan y corroen, los causantes.
Mi herida es de otro tipo, situada bien adentro,
en la raíz más viva de un desvelo.
Cuando cierro los ojos, se me entumen los labios,
entonces la herida duele dulcemente
como un arponazo sin final detrás de la memoria.
La herida se me hizo un día, ya no recuerdo cuando,
sólo sé que había pájaros cantando letanías.
La gente corría en los andenes de una estación
de bus desordenada.
Apenas hubo tiempo para un adiós, un gesto
final para soñar siempre siempre contigo.
Yo hubiese querido ver de nuevo tus cabellos
revueltos, la luz de los puertos en tus ojos.
Me hubiese gustado asustar pájaros con gestos taciturnos
tomar otra cerveza, balancearnos juntos en el viento
como lo hacen las hebras de la lluvia.
Ser esa canción que se quedó en tu mente todo el día
por encima del mundo y sus murmullos.
Me hubiese gustado, no sé por qué lo digo ahora,
"escribirte de amor, ese que desnuda las palabras".
Que ese monstruo enorme que nos acecha siempre
se comiese el tiempo, la distancia que nos hace menos;
mi cuerpo medio roto contra el azul del cielo.
Debo decirlo ahora, contra la opinión de Galeano y sus
secuaces, que esta herida que arde, como lo hace el fuego
en la mañana, nos ayudo a vivir cuando la memoria ya no da,
ni pide explicaciones.
Autor: Jeremías Marquines
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