El tiempo es un esquivo dromedario
que busca sus oasis en las almas. Es el Dios inflexible y desvelado,
habla un idioma siempre diferente. Su majestad nos viste de cenizas.
Devora posesiones, embelesos, presencias;
apaga el esplendor de los augurios,
y nos ofrece como frutos secos
a la muerte.